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No quiero ser mamá – Maria Jossé España

No ocultaré que varias veces fantaseé con tener un bebé y nombrarle María, así como mi tatarabuela nombró a mi bisabuela, y que siguió con mi abuela, quien también nombró así a mi mamá.

Creí que la maternidad era la “experiencia máxima” de ser mujer, y a la que estaba destinada para no quedarme sola. De pronto me descubrí incluyendo la maternidad en mi proyecto de vida porque “así debía de ser”. Reconozco que tuve el privilegio de que las mujeres de mi vida jamás hablaron de la maternidad como un deber, sino como una decisión.

De niña nunca me llamó la atención jugar con muñecos de bebé, ni me impusieron ese tipo juego. De adolescente a veces imaginé cómo sería tener un hije, pero mi abuelita y mamá hablaban sobre todo lo que conlleva la maternidad: cambios físicos, emocionales, laborales, entre otros. Y el hecho de que jamás dejás de serlo.

Creo que habría disfrutado tomar su diminuta mano y declararle mi amor una y otra vez. Habríamos crecido juntes; por su lado descubriría la vida, y yo la reconocería. Habríamos bailado y llorado. Habría procurado hacerle reír infinidad de veces y darle granitos de enseñanza. Habríamos cuidado plantas y gatitos. Habría sido la mamá más feliz, si tan solo lo hubiese deseado, pero no fue así.

 

Muchas nos hemos preguntado qué haríamos si la prueba de embarazo da positivo. En este no país llamado Guatemala el aborto es penalizado, y lo clandestino pone en riesgo nuestros cuerpos. Y si decidimos tener al bebé, tomamos en cuenta que las condiciones de vida no son dignas ni los derechos humanos son respetados en este pedazo de tierra.

En lo personal, los métodos anticonceptivos alteraron mucho mi cuerpo al ser un cóctel de hormonas. Entonces decidí hacerme la ligadura de trompas, porque no veo en mi futuro ese tipo de maternidad. Mi maternidad la ejerzo con los gatitos que vienen a la casa, con lo que cocino, con las plantas, y en mis proyectos personales.

María, ¿cómo fue?

En los últimos meses varias personas me han preguntado cómo fue el procedimiento, y mi respuesta no es con una sonrisa. Creo que las experiencias se cuentan con mucha sinceridad por respeto a una, porque lo vivió, y a la otra persona por tomar un tiempo para escuchar. Lo siguiente no es de color rosa.

Era jueves. Desperté junto a mi novio, quien también estaba emocionado por la operación. Recibí su apoyo y ternura cuando le comuniqué mi decisión sobre mi cuerpo. En el camino a la clínica las risas nerviosas no faltaron, y hablamos sobre los días de recuperación. Me dejó en el parqueo, y con un beso tierno me aseguró que regresaría por mí. Todo lo demás lo debía enfrentar sola.

Fui la primera mujer en llegar. Tomaron mis datos y me hicieron una prueba de embarazo para asegurarse de no cometer errores.

– ¿Está segura de que quiere operarse? No es reversible – dijo la enfermera.

– Segura – le respondí.

Poco a poco llegaron más mujeres de diversas edades; unas ya con hijes, y otras como yo, sin haber gestado jamás. Tuve que ponerme una de esas batas de hospital, recogí mi cabello corto con una coleta y cubrí mis pies con calcetas desechables. Pronto una enfermera anunció mi nombre.

– María, pase adelante – se escuchó en todo el pasillo. El silencio le siguió. Era la primera en pasar. Siempre procuro ser la primera en alguna situación que me da miedo para luego no arrepentirme, y más en ese caso por jamás haber sido operada.

Todo parecía sacado de una película de ciencia ficción de los ochentas. Dentro del quirófano sonaba Queen; se le veía entretenide al personal médico. Pronto comenzaría, por mucho, el dolor más terrible que he sentido en mi vida. La posición en la que me colocaron era como examen ginecológico. Sin embargo, a cambio de estar en una superficie plana, era curva, para que mi útero pudiera verse mejor.

En ese momento los nervios aumentaron. Llegó la anestesia local en el ombligo. Se sentía como un calambre terrible, pero eso no sería lo peor. Poco después por mi vagina introdujeron un instrumento para hacer la ligadura. Por cada cosa que pasaba, con voz temblorosa pregunté el qué y porqué. Una enfermera tomó mis manos, las cuales estaban sobre mi cabeza, y con ternura me explicó todo.

De pronto vi pasar el bisturí hacía mi ombligo. Se avecinaba lo que había decidido. El cirujano infló mi abdomen con gas; el estómago lo sentí en la garganta. Empecé a sentir náuseas. Lo que ocurrió después lo recuerdo con lágrimas, y a veces lo sueño.

– Respirá profundo, va la primera – dijo el médico. Le siguió un grito mío luego de que pusieran un anillo en mi trompa de falopio derecha.

– Ahora la otra – dijo por último. Otro grito mío, pero ese fue ahogado.

El llanto se desbordó al instante. El dolor era muy fuerte, y se le agregaba que veía consumida mi decisión de no ser mamá. La siguiente hora luché contra los intentos de desmayo y vómito. En la sala de recuperación varias nos escuchamos, nos acompañamos.

Sabés, la medicina para mujeres fue creada por hombres. No faltarán mujeres que se quejen del papanicolao, de exámenes vaginales, de partos, y es aún peor si el personal médico no tiene ni una pizca de sensibilidad. La violencia ginecológica y obstétrica es real, pero se cubre con la típica frase: “Hay que aguantarse”.

“¿Y un condón no te bastaba?”

En cuanto pude compartí en redes sociales mi decisión por si alguna otra chica estaba buscando información o quería ser acompañada. Me topé con muchos comentarios negativos hechos, claro, por hombres que se indignaron por decidir sobre mi cuerpo.

Y luego estaban los mensajes de chicas que también están seguras de no ser mamás, pero que si lo dicen abiertamente pueden ganarse el odio de sus familias.

Si decidimos sobre nuestros cuerpos nos ganamos el linchamiento social machista y patriarcal, aunque sea por tomar anticonceptivos por responsabilidad. Pero creo de manera consciente que las redes de apoyo son fundamentales para atravesar cualquier proceso, y construir apuestas políticas para nuestros derechos.

La maternidad será deseada o no será.

 

 

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